Cosas mías...

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sábado, junio 24, 2006

La residencia


Eran las cinco y media de la tarde. Un tórrido sol me abrasaba la cebeza mientras me dirigía a aquel siniestro lugar. Al cruzar el umbral de la puerta una tenue frescura envolvió mi rostro. Respiré hondo para tratar de relajarme un poco, pero noté que las piernas me empezaban a flaquear y que mi respiración se agitaba por instantes. Sabía a lo que iba. Subí a la primera planta, doblé la esquina y afronté aquel infinito pasillo. Con la mirada al frente y paso tembloroso, notaba cómo las habitaciones de ambos lados se deslizaban lentamente como envolviéndome y perdiéndose tras de mí, mientas vislumbraba las puertas de entrada a mi destino. Notaba que el miedo se iba apoderando de todo mi cuerpo, pues sabía que al traspasar aquellas puertas apenas habría diferencia con el infierno, y yo me dirigía directamente a él. Se escuchaban voces infinitas y perdidas que iban incrementándose conforme me acercaba. No podía imaginar lo que allí encontraría. Como en una película de terror, aquellas criaturas que parecían zombies, querían abalanzarse sobre mí. Me llamaban, me gritaban y todos me miraban con ojos poseídos. Apenas podía caminar. Al fuerte temblor de piernas que me invadía se le sumó un nudo en la garganta que apenas me dejaba respirar. Voces, gritos y tinieblas en la luz. Efectivamente era el infierno y yo había entrado en él. Una mujer desencajada gritaba más que los demás. Sufría. Sentí su dolor en mi cuerpo. Parecía tener más de ochenta años cuando apenas sobrepasaba los sesenta. Mientras me acercaba a ella, contemplaba con horror el inmenso sufrimiento que la acorralaba. Se me cayó el alma a los pies cuando ví que estaba atada con un grueso cinto a una butaca y trataba de zafarse de sus ataduras. Los zombies la reprendían y le increpaban a un palmo de su cara para que se callase de una vez. Su desarmado y escaso pelo cano le daba un aspecto fantasmagórico. Una toalla blanca le cubría las piernas. Las tenía abiertas como si estuviese dando a luz. Y así era. Atada, rodeada de seres inquietantes y siniestros estaba pariendo. El dolor desfiguraba su rostro sin entender porqué estaba allí. Con el corazón encogido me acerqué a ella. Me pidió ayuda. Me imploró que la soltara y la sacase de aquella terrorífica sala. Seguí escuchando gritos y voces sin sentido a mi alrededor. Batas blancas recorrían la estancia de un lugar a otro totalmente ajenas a aquella dantesca escena. Busqué sus miradas pero no las encontré. Sin más alternativa me acerqué a aquella mujer y cogí suavemente sus manos. Ella alzó sus ojos buscando los míos. Al encontrarlos me pareció que, por un instante, aquella mujer dejó de sufrir. Me regaló una mirada tierna y un atisbo de sonrisa, apenas una mueca. Pero el dolor de su parto podía más y volvió a sollozar. Cada grito, cada chillido se clavaban en mi alma como puñales al rojo vivo. Pero yo no podía hacer nada. Me dí cuenta que dos lágrimas querían saltar de mis ojos, pero sabía que si las dejaba aflorar, si me dejaba llevar por mis sentimientos caería rendido, hundido en el espanto. Volví a respirar profundamente. Noté cómo un aire enturbiado recorría mis pulmones dándome un último aliento, una razón para estar allí. Volví a tomar su mano y ella se aferró a la mía como si le fuera la vida en ello. Con la palma de la otra acaricié su rostro como a un pequeño bebé. Volvió a regalarme otra mirada con una endiablada ternura que casi me hace sucumbir allí mismo. Le sonreí con la esperanza de poder aliviar su dolor - Mañana volveré a verte. Por favor mamá, cuídate.- Tras mis palabras dí media vuelta para marcharme y abandonar aquel aterrador lugar. Noté como dos lágrimas se deslizaban por mis pómulos. Volví a sentir un sol abrasador azotando mi cabeza y fue en ese instante, mientras observaba el cartel -residencia Fonseca-, cuando me dí cuenta que tenía el corazón destrozado, hecho añicos por la impotencia. Sabía, tenía la total certeza de que a mi madre la había perdido para siempre.